sábado, 19 de septiembre de 2009

Tilcara, tierra de sueños y promesas...no cumplidas




Todavia no son las 14 horas y el sol, con su cielo celeste eterno, cae en picada desde el infinito y parece que el asfalto de la ruta 9 hacia el norte se derrite como un hielo. Y entonces un viento enérgico, impetuoso, baja desde los cerros, recorre la quebrada de punta a punta, arremolina algunas tierras sueltas e intenta ser un aliciente para el calor, más no lo logra. Se entiende ahora por qué los pueblos de la Quebrada de Humahuaca -aunque no son los únicos del país- duermen la siesta obligada de todos los días, en cada paraje, en cada esquina, en cada casa de adobe, tan fresca por dentro. El sol castiga a su manera y el viento le devuelve las gentilezas. Claro que la altura también toma partido de aquellos considerados débiles. Es que en Tilcara, Provincia de Jujuy, los 2461 msnm dejan sin aire a quienes pretenden correr o, aunque parezca extraño, hablan en demasía mientras caminan en una cuesta.


Sin embargo, Tilcara tiene una magia deslumbrante y atrae por su particular encanto: calles de tierra semi empedradas, casas de adobe y pequeños comercios, ese paisaje de tonalidades grisáceas y marrones claras en invierno a la veda del Río Grande, pedregoso y seco por estas épocas del año -apenas asoman unos hilillos de agua-, y el aire típico puneño: cálido de día, frío de noche.




Es interesante observar algunos detalles de la vida diaria de Tilcara. En una de las esquinas frente a la plaza central, La Peña de Carlitos ofrece, además de comida regional y elaborada artesanalmente, la música en vivo con las tonadas jujeñas y sus instrumentos típicos, nunca mejor usada la frase erque, charango y bombo. Imperdible. Carlitos Cabrera, dueño del bar, junto a Gustavo, el famoso duende de Tilcara y puestero frente al Pucará, que maravilla a todos tocando el charango con una plasticidad y una armonía increíble, ponen al servicio de propios y ajenos las canciones más lindas de la quebrada y todo el noroeste argentino. Suenan folclóricas, agraciadas y majestuosas estrofas como "soy el diablo de humahuaca, nadie se aguanta mi tentación, en mi quena hay un gualicho para las dudas de corazón", tema del cual hablaremos en otra ocasión...

Finalmente, las cosas más inverosímiles del mundo se mezclan en lugares y tiempos inauditos, como señala la propia historia de la humanidad. Es increíble como en los lugares más inhóspitos, más alejados de la realidad, más austeros, pueden suceder cosas que cambien el rumbo de la vida, que se columpien alternativamente entre la incredulidad de algunos y la fe de otros, y que queden rondando sobrias y reflexivas en la inocencia de la gente. La leyenda y el mito, unidos por una promesa y una maldición. ¿Y las cábalas? Otro motivo para prestarle atención a esta historia...

La selección argentina de fútbol dirigida por Carlos Salvador Bilardo se acercó diez días a Tilcara (fueron 14 jugadores, del 5 al 15 de enero de 1986) como preparación para la altura de México, lugar donde se iba a disputar el Mundial. Fue muy singular la aparición de jugadores como Passarella o Bochini (no fue Diego Maradona) por las calles Tilcara. Lo más interesante y eje de todas las críticas de hoy (sí, sí de hoy, 23 años despues) fue la promesa que el plantel le hizo a la imagen de la Virgen de Copacabana del Abra de Punta Corral -en la Iglesia Nuestra Señora del Rosario, inaugurada en 1865-, a la que los fieles más devotos (y de los otros también) le ofrecen una promesa a cambio de volver a visitarla. Pero claro, en lugares donde las creencias son una parte indispensable de la vida de la población, las reglas no son foráneas o indiferentes para quienes llegan de afuera. Y eso es algo de lo que el plantel de la selección debería aprender. Y sino, ¿por qué se habla de un gualicho que tiene nuestro futbol a nivel nacional, ese de no poder ganar un mundial? ¿Es una maldición a raíz de una promesa no cumplida? La respuesta, después de todo, no está para nada implícita. Es que cuentan en Tilcara que los jugadores no regresaron a agradecerle a la Virgen la copa ganada en el mundial algunos meses después de aquella visita.
Para no ser menos, y agregarle un condimiento especial a esta historia, Carlitos Cabrera fue uno de los tantos fundadores del Club tilcareño Pueblo Nuevo, lugar donde la selección hizo la preparación, convencidos de que esa cancha tenía las medidas reglamentarias, cosa que es cierto. Ni el Club Terry ni el Club Belgrano, los más activos en aquellos pagos, fueron elegidos para la ocasión. Carlitos, que acompañó a Bilardo y al plantel en Tilcara, y que aún tiene la esperanza de ver a jugadores de la selección actual honrando a la Virgen por aquella promesa incumplida, advierte que “a la mamita Virgen hay que cumplirle. Deberían volver”. Y no es para menos: es uno de los que defienden esta leyenda y le da un marco de respeto y devoción pura. Superstición, cabala o caprichos de la naturaleza, con esas cosas no se juega...



Fotos: 1) Vista del vallle desde el Pucará de Tilcara hacia la ruta. 2) Calles de Tilcara. 3) Carlitos Cabrera y Gustavo tocando en la Peña. 4) Iglesia Nuestra señora del Rosario. 5) El plantel de la selección argentina en Tilcara (foto de internet)

martes, 21 de julio de 2009

Viajar

No es posible para un hombre que vive con las ansias de viajar darse el lujo de perder en sus inmensos itinerarios la magia que aporta cada lugar, la sabiduría que transmite a cada paso recorrido aquella cultura que se desprende para paralizar las mentes, y agregar a su recorrido datos que amorticen la impaciencia por conocerlo todo. Sin embargo es por demás imposible descubrir lugares ocultos en un planeta repleto de puertos para desembarcar. Por eso, el hombre se contenta, al menos, con satisfacer su espíritu aventurero en su corta pero intensa vida, y llegar a desembarcar en los puertos que su vivacidad y su entereza le permiten. Así es como el hombre encuentra los sentidos de su vida que antes estaban enterrados o latentes. Y carga su mochila de viajero eterno para internarse en las cuevas de lo desconocido, subir las cuestas de montañas infinitas, atravesar caminos intratables, comprender gente absurda y nativa, perecer ante insanos y sabios, animales y monstruos, perderse entre lagos y mares, codearse con la vegetación y la oscuridad del bosque, la maldad de la selva descortés y la civilización malhumorada. Y sin embargo no deja de andar, porque tal vez en algunos de esos puertos a los que llega sin más que alpargatas rotas y pies cubiertos por el polvo de la carretera, encuentre su sentido de pertenencia y personalidad, que dejó zucumbir cuando atravesó el mundo y aquí renacen con la fuerza de un huracán. Posiblemente este hombre que conoció la Tierra igual que lo hicieron los dioses y los gigantes del pasado, diminuto este hombre en la distancia que separa el cielo del suelo, haya vivido más años que cualquier otro hombre común. Sólo por el hecho de viajar...

jueves, 2 de julio de 2009

¿Qué se siente estar en la isla Martín García?

Atravesar el Delta del Tigre a bordo de un catamarán tiene sus lujos y encantos, sobre todo si el sol de la mañana otoñal se refleja en los ojos y la brisa fresca de la madrugada se cuela por las hendijas de la ropa, allá arriba en cubierta. La bandera argentina flamea íntegra en la popa y se entremezcla con pequeñas gotas del agua amarronada. Sin embargo, el verdadero lujo, la tranquilidad esperada, llega cuando las aguas semi abiertas del Río de la Plata, muy cerca de la confluencia con el Río Uruguay, en el llamado Delta del Paraná, traen el esplendor de la isla más nombrada de la historia de nuestro país. Se trata de la Isla Martín García, un lugar único y lleno de leyenda que resurge olvidado y oculto, que renace con el cuento de sus pobladores y los acontecimientos dignos de memoria, como un tapiz imborrable.
Pero ¿qué significa estar en una isla? ¿Qué es una isla? Según el diccionario es “una porción de tierra rodeada de agua por todas partes”. Una defición común. Sin embargo, es difícil imaginarse vivir unas cuantas horas en una isla. Claro que en la creatividad de cada ser humano habita el sueño de la imaginación, pero aquella agudeza de sentidos tiene en el espacio y en el tiempo un punto de encuentro con la realidad. Y la inmensa cantidad de representaciones que afloran cuando se adentra en Martín García es realmente extraña: la sensacion de libertad y encierro se conjugan en un espectro extraordinario, una noción no tan fácil de explicar con palabras. Es que la naturaleza rodeada completamente de agua genera un sentimiento ambiguo; el desolado tránsito humano serena los nervios y las ansiedades; estar aislado invita a la contemplación de todo aquello que en la ciudad está ajeno; la reflexión del pasado asoma para entender el presente, y el paisaje define claramente que la isla Martín García es un encuentro cercano con la esencia de nuetsra historia.

La isla, aunque parezca increíble, tiene una antigüedad de 1800 millones de años: es un desprendimiento rocoso del plegamiento precámbrico del Macizo de Brasilia, que se sumerge en el océano y reaparece en el sistema de Sierras de Tandil. No es un dato menor, teniendo en cuenta que se diferencia notablemente del resto de las ilsas del Delta, que se forman por acumulación de sedimientos provenientes de los ríos Paraná y Uruguay. Otra particularidad es que la isla se encuentra más cerca del país vecino que de Argentina, de hecho se haya en aguas orientales. ¿Por qué entonces nos pertenece? En febrero de 1516 Juan Díaz de Solís arriba a este desolado lugar buscando un paso entre ambos océanos. Llamó al Río de la Plata "Mar Dulce" (posteriormente denominado como se lo conoce en la actualidad por la creencia de que era un acceso a las minas de plata del Imperio Inca), no pudiendo creer que semejante extensión de agua fuera dulce y no salada, como se esperaría de cualquier mar. Durante estas exploraciones, muere el tripulante y despensero Martín García, a quien sepultó en la isla. Por supuesto que también la bautizó con su nombre. Don Pedro de Cevallos, primer Virrey del Río de la Plata, la convirtió en un sitio fortificado y guarnición militar y fronteriza.
Franceses, portugueses, españoles e ingleses desearon durante muchos años la pertenencia de esta isla, habitada por charrúas, por ser un lugar estratégico para sus movimientos de expansión en la época. Sin embargo, a partir de 1850, el litigio quedó solamente en manos de Argentina y Uruguay. Finalmente, el 19 de noviembre de 1973, ambos países firmaron el Tratado Internacional del Río de la Plata y su frente marítimo a través de la Ley 20.645, que en su artículo 45 dice: "La Isla Martín García será destinada exclusivamente a reserva natural para la conservación y preservación de la fauna y flora autóctonas, bajo jurisdicción de la República Argentina". Además, en el artículo 63, dice que la Argentina "construirá y administrará un parque dedicado a la memoria de los héroes comunes a ambos pueblos". En 1958 fue declarada Lugar Histórico por un decreto nacional, y en 1998, en el marco de la ley 12.103, la Provincia de Buenos Aires la declaró como Reserva Natural de Uso Múltiple. En la actualidad, forma parte del Partido de la Plata.
Apenas se comienza a transitar por la isla la historia renace como queriendo mostrarse. Lugares que tienen miles de anécdotas para contar. Ese largo pasillo que va desde el pequeño puerto hasta el umbral de entrada, aquel que muestra intácto el característico cartel de bienvenida: "Isla Martín García. Provincia de Buenos Aires - República Argentina". Y después, el camino comienza a codearse con el pueblo mismo, la vida que está llena de calidez y de historia. A la izquierda, apuntando al río, inofensivos, los cañones de esmalte gris desgastado, colocados durante la Guerra de la Triple Alianza. Y a la derecha, un sendero con su microclima húmedo y frío que rodea una pequeña laguna llena de vida para no perderse: el silencio se mezcla con la naturaleza imperturbable y la fauna se muestra íntegra: la garza bruja, la garza blanca, el biguá, gallaretas y algunas tortugas posadas en las rocas. El bañado de la costa es uno de los medios más perceptibles para observar con detenimiento y paciencia. Pero el dato más curioso es que la cantera se formó porque de allí se obtuvieron los materiales para el empedrado de Buenos Aires. Y la lluvia hizo el resto.
Más allá, la Escuela de Educación Media 7 Cacique Pincén -donde estuvo detenido Perón en 1945 (desde aquí le escribió una carta a Evita pidiéndole matrimonio) y en donde también funcionan la EPB N°39 y el jardín de infantes N°319-, decorada coloridamente por dentro con los trabajos que diariamente realizan los alumnos y una pintoresca sala de computación muy ordenada con internet en todas las máquinas, algo que hasta hace poco parecía tan lejano. La pequeña iglesia parroquial y, junto a ella, la panadería, una vieja casa que data del año 1913, con aquella puerta de madera alta y angosta, con su amplia mesa en el centro llena de harina y las viejas máquinas de pan sobre la pared; en el mostrador, el famoso pan dulce artesanal, muy cotizado en la isla y toda la provincia de Buenos Aires. ¿Por qué famoso? La anécdota: el ex presidente Carlos Menem viajó a Martín García el sábado 26 de diciembre de 1998, y el dueño de la panadería le obsequió un pan dulce para compartir el brindis de Navidad y Fin de Año. Los medios gráficos más importantes del país publicaron al día siguiente la noticia. La Nación, bajo el título "El brindis de Menem", divulgó que "fiel a su costumbre, el jefe del Estado se trasladó en un pequeño avión privado, con el secretario de Prensa y Difusión, Raúl Delgado, a la isla. Apenas llegó, fue hasta la panadería local cuyos dueños son amigos hace mucho tiempo del Presidente [...] y recibió como regalo un pan dulce". Desde aquel momento quedó inmortalizado el sabor y la calidad del pan dulce elaborado artesanalmente en la isla, y fue Menem el encargado de regar la voz. Lo que resta saber es cuánto aumentó su producción la panadería a partir de este curioso episodio...
Sobre una de las callecitas laterales, aparece arrinconado y postergado el antiguo cine-teatro Gral. Urquiza, un lugar sin duda viejo, pero encantador, repleto de recovecos y rincones olvidados, oscuros, aunque todavía con ansias de algún espectáculo, pues las butacas permanecen inalteradas, los palcos y el pullman inmutables, y el escenario, indemne. Además, es singular y llamativo el estilo arquitectónico que ofrece su portada, pintada de blanco con piezas amarillas, verdes y rojas desteñidas.
Sin embargo la verdadera historia de Argentina está escrita en otros lugares: el penal levantado el 24 de abril de 1765 para albergar a fugitivos del batallón de Buenos Aires, finalmente convertido en cárcel para aprisionar a los delincuentes más peligrosos de Montevideo y la capital argentina, que funcionó hasta 1957. Los presos trabajaban en las canteras de granito, volcaban los empedrados en unos carros que se dirigían mediante rieles al puerto y eran enviadas en barco a Buenos Aires.
El barrio chino, con casas abandonadas y algunas muy deterioradas que funcionaban como burdeles, rodeado todo de un enorme cañaveral de bambú; el puerto viejo, con su torre firme aunque abandonada, con una vista excepcional de la ribera y sus pajonales; la casa de bombas de la fuerza naval; el crematorio, donde se inhumaban los cuerpos y pertenencias de los infectados durante la epidemia de cólera y fiebre amarilla, pues la isla funcionó como puerto de cuarentena para extranjeros que deseaban ingresar al país. A cualquiera se le pondría la piel de gallina acceder a este lugar, que aún permanece en pie, y observar dentro de la hoguera, imaginarse el humo que se desprende de la alta chimenea de ladrillos iluminada por el sol.
El faro, que fue instalado en 1881 por orden de Julio Roca, es además el punto más alto de la isla con 27msnm, siendo éste el lugar más elevado de las islas del Delta. Su función pricipal era oriental a los barcos que desconocían la zona.
Alrededor de 1884 llega a la isla el poeta nicaragüense Rubén Darío, que se instaló en una hermosa casona que hoy funciona como un museo. Allí vivió y escribió en mayo de 1895, el poema “La Marcha Triunfal”. Finalmente, el aeródromo y, detrás, la Reserva Natural inaccesible, que alberga gran cantidad de especies de aves, mamíferos y reptiles. Dentro de la flora, el ceibo, el curupí, el molle, el tala, el higuerón, las totoras, el sombra de toro y los espinillos se codean con especies exóticas como el eucalipto, la caña y el ligustro.
La reflexión final: parece mentira que hayan estado prisioneros aquí Hipólito Irigoyen, Arturo Frondizi y Marcelo Alvear. Parece mentira que recorriendo sus plazas y sus monumentos se repase a cada momento una línea de tiempo como las que se dibujan en los libros. Parece mentira que Domingo Sarmiento haya soñado con este lugar como ciudad capital de los estado unidos de Amércia del Sur, Argentina, Uruguay y Paraguay. Por suerte el proyecto no prosperó y hoy podemos disfrutar de este mágico lugar…

Es impresionante recorrer las calles de la isla Martín García. Conocer su historia es una parte importante de nuestra historia. Es como si a cada paso tuvieramos en la mano un manual de cuarto grado. Pero sin embargo hay un millar de anécdotas que se nos escapan, porque es casi imposible conocerlas todas. En cada rincón de la isla hay algo para descubrir, y algo para contar, y algo nuevo para archivar en la mente. La construcción y las ruinas; la selva ribereña, los arenales, los pastizales, las lagunas, los juncales y la costa hacia el horizonte; el fugaz amanecer anaranjado entre nubes densas sobre el Uruguay y el eterno anochecer que trae la oscuridad; la sensación de libertad y de encierro. La palabra isla podrá tener muchos significados, pero quien los sepa apreciar entenderá su verdadero sentido. El silencio. La contemplación. La austeridad.

Fotos: 1-Viaje de ida en el catamarán hacia Martín García; 2-Puerto y muelle de la isla; 3-Cañon a la entrada de la isla; 4-La cantera; 5-Entrada de la Escuela; 6-Crematorio; 7-Aeródromo; 8-Casa donde vivió Rubén Darío; 9-Amanecer sobre el río.

domingo, 21 de junio de 2009

Segunda parte de la travesía por Auquinco hasta el Lolog


Tras el anhelado ascenso al volcán Ayen Niyeu, continuamos el trekking hacia el sur por el Portezuelo de Auquinco (“agua que resuena”), un valle resonante por donde se escurre el Río Auquinco, que debimos cruzar en varias ocasiones, así como también el río Pedregoso. A partir de aquí, comienza a aparecer la vegetación que habíamos olvidado y el bosque espeso, tupido. Se observan las flores de amancay como nunca antes, amarillas, hermosas, y el tramo de Pehuenes más austral y milenario de la región. Finalmente, atravesamos un campo minado de caña de Colihue relativamente baja, que tapaba el sendero. Hubo que bajar la cabeza, poner los brazos y exigir el paso con fuerza para cruzar el cañaveral. Valió la pena el esfuerzo, ya que con el último aliento y luego de casi seis horas, arribamos al Refugio Los Pinos, siempre en el valle, y con el Río Auquinco que a menudo escoltaba el paso a pocos metros; una fuente de agua primordial de la zona.
El refugio estaba descuidado. Debimos ventilarlo bien y rociarlo con agua y lavandina (siempre debe hacerse cuando se entra a un lugar que estuvo cerrado mucho tiempo y además por la posible presencia de hantavirus). No fue sorprendente, porque esta zona no es muy transitada durante la temporada de verano, y en invierno no es posible acceder. De todas formas, no es recomendable pasar la noche en el refugio. La construcción es de madera con techo de zinc, rectangular y cuenta con una mesa, una salamandra y un par de estantes; dos ventanas y dos puertas de entrada de un solo lado y unos tablones que simulan una cama. Sobre una de las paredes del refugio, un lindo retrato que dejó un caminante con una frase de Friedrich Nietzsche: “Quien ha alcanzado la libertad de la razón, aunque solo sea en cierta medida, no puede menos que sentirse en la tierra como un caminante, pero no un caminante que se dirige hacia un punto de destino, pues no lo hay”. Nunca una frase ha expresado mejor aquel momento.
El siguiente día amanecimos, como de costumbre, muy temprano. Había que seguir bajando y aprovechar también el fresco de la mañana para caminar, ya que el camino a seguir no tendría demasiada zona boscosa para resguardarse del sol, sino que era más bien abierta, y el sol prometía enardecer. Próxima parada: Refugio Auquinco, ya en el Lago Lolog.



Durante la travesía transitamos prácticamente por un valle estepario en el que son abundantes los coirones, ese pasto duro que conforma especialmente el típico paisaje de la estepa patagónica. Esta zona también es habitual de pumas, jabalíes y ciervos colorados, aunque no hemos tenido suerte y pasamos sin pena ni gloria. Además, próximos a la cercanía del refugio y nuestra zona de acampe, debimos cruzar un pequeño mallín que nos embarró los zapatos y casi un cuarto de la bombacha de campo.
Luego de vadear varias veces el Río Auquinco, y tras el almuerzo en la orilla del mismo, continuamos rumbo al Lolog con la esperanza de encontrar, en lo que restaba del camino, un poco de sombra. Y aunque no fue precisamente eso, nos recuperamos del calor con un chapuzón improvisado en el Río Auquinco, algo inédito teniendo en cuenta que faltaba muy poco para llegar. Fue un desquite, pura diversión en un río bajo, congelante y transparente. Después continuamos en traje de baño y zapatillas de trekking (postura inédita -y ridícula sobremanera-) hasta el Refugio Auquinco, al cual llegamos tras algo más de cinco horas de caminata total.
A simple vista, el refugio estaba en pésimas condiciones: la inclemencia del clima y el descuido de los transeúntes seguramente hayan sido determinantes para su destrozo. De todas maneras queríamos encontrar un lugar más alejado y cerca del lago, por eso nos dispusimos a explorar la zona, ya que además había allí un contingente de turistas que, según nos informaron, venían de Puerto Arturo (hacia donde íbamos nosotros) y se dirigían hacia Laguna Verde (de donde veníamos). Les esperaba, claro, un camino trabajoso. Reconocimos finalmente los alegres Lupinos en la costa del lago Lolog.
Nos cruzamos, como era de esperarse, con uno de los guías del grupo, que en ese instante intentaba llamar desesperadamente a un hombre que, solitario, se había adentrado en el lago, varios metros adentro, para practicar natación. Lo más angustioso para el guía era la parsimonia de su hombre. Lo más inquietante para nosotros era la oportunidad de ver a un monstruo de las profundidades devorarlo sin prejuicios. Es que la suerte no estaba del lado de aquel grupo, pues algunos de sus integrantes había tenido hace poco una experiencia negativa en su ascenso al Volcán Domuyo, al norte de la Provincia de Neuquén.





El lago Lolog –declarado en 1994 como Área Natural Protegida-, que significa “suelo con hoyos o depresiones”, es un lago inmenso e imponente. Tiene playas deslumbrantes y aguas muy profundas. Antiguamente lo llamaban Palai Co (agua tranquila), pero ha sido artífice de muchos mitos y leyendas que hoy en día son la incertidumbre de pobladores y visitantes. La más conocida es la del Cuero del Lago, una bestia jurasica que también denominaron “cuero uñudo”, que, según los historiadores, “tendría la forma de un tronco largo y grueso que se desenrollaría para aplanarse y ubicarse estratégicamente simulando ser un cuero vacuno a la espera de sus presas”. Ha habido varios avistajes durante mucho tiempo por parte de los pobladores, aunque muchos dicen que los lugareños inventan las historias para alejar a los turistas.
Finalmente la zona que encontramos era sensacional, sobre la costa, sin viento –ya que una península boscosa lo tapaba-, y a metros del comienzo del bosque de Roble pellín, Raulíes y Cipreses, entre otros, con un lugar ideal para las carpas. Como no podía ser de otra manera, la ambientación al lugar comenzó con un chapuzón en el Lolog, que en esa zona tenía varios metros de playa baja hasta hundirse tremendamente lago adentro. En la costa, cerca de la orilla y sobre el piso, abundaban las ya famosas chaquetas amarillas, aunque esta vez se debieron haber estado ocupando de otros asuntos, pues no eran lo invasivas que resultaron ser en Laguna Verde. La chaqueta amarilla es una abeja proveniente de la zona del Mar Mediterráneo y el norte africano que actualmente está expandida casi por todo el mundo e instalada en Estados Unidos y Oceanía. En la Patagonia, y en algunas zonas del sur de Buenos Aires, Mendoza y San Juan, es una plaga incontrolable que ha avanzado en toda la Región Andino-Patagónica 250Km por año. Fue observada por primera vez en Argentina en 1980, en Andacollo, localidad situada a unos 60Km al oeste de Chos Malal, en Neuquén. Las versiones más acertadas indican que este insecto carnívoro, de gran adaptación al medio y que no tiene enemigos naturales, llegó al país vía Chile en cargamentos de madera. Otras versiones presumen que fue insertada a propósito para combatir el bicho de la fruta, aunque estas versiones aún son incomprobables. Para la estadía del ser humano en los terrenos sureños, la complicación mayor llega a la hora de comer, ya que la abeja es agresiva en presencia de carbohidratos, proteínas y agua. Además, sus madrigueras se encuentran bajo tierra, en las cortezas de los árboles o en huecos de troncos, una de las razones por las cuales sobreviven al invierno, ya que los nidos o colonias –de hasta 4 mil individuos- son construidos por una reina fundadora, fecundada en otoño, que sobrevive al frio invernal. La gente local ha elaborado algunas trampas naturales con cebos de carne o aceite dentro de bolsas plásticas o botellas, y en diciembre del 2007 la firma Bayer presentó Amaxis, el primer cebo que sale a la venta para eliminar la chaqueta amarilla y que incluye un insecticida que liquida el nido en 24 horas.
El día siguiente fue atípico. Amanecimos relativamente temprano, con el sol apenas asomando sobre el este, detrás de montañas bajas, sobre el lago. Un paisaje alentador para esa altura de la mañana y un mate endovenoso. Pero digo atípico porque, a pesar del cansancio acumulado, ya augurábamos la cercanía de Puerto Arturo, el destino final. Sin embargo aún faltaba una noche en Playa Bonita, sobre la costa del Lolog, más hacia el sudeste.
También fue atípico por lo cómico que resultó la carrocería de una chata vieja y destartalada estacionada enfrente al refugio Auquinco, y de la cual recién nos enteramos cuando salimos hacia Playa Bonita. Seguramente haya sido de algún poblador que utilizaba el camión antiguamente para trasladar madera o leña en las inmediaciones del refugio. Otra humorada alegre para continuar nuestro viaje.
La dificultad con la que nos topamos en primera instancia aquella mañana, fue la imposibilidad de encontrar el sendero hacia Playa Bonita. No había ningún cartel indicador sobre las picadas y los caminos de animales, sobre todo vacas y caballos, se confundían con los senderos de Parques Nacionales. Allí perdimos un par de horas, en la costa del lago. Nuestro mapa indicaba la picada más adentro, siguiendo el Río Auquinco desde su desembocadura en el Lolog, pero las distintas sendas se mezclaban. Por la costa del lago no se podía seguir. Y finalmente, tras retroceder unos metros, encontramos el cruce del Auquinco y, del otro lado, la senda que continuaba tan campechana hacia Playa Bonita.
Tras un par de horas de caminata entre bosques frondosos y cañaverales de Colihue, llegamos a Playa Bonita, un lugar ubicado sobre el margen sur del Lago Lolog, otra vez, con un paisaje impresionante, parsimonioso. El almuerzo al pie del lago, una siesta en la playa, y el descanso anhelado fueron las principales actividades de la tarde. El cielo lentamente se fue cubriendo con nubes negras, aunque altas y pasajeras. El color luminoso de los rayos del sol atravesando los nimbos, el agua calma y algún pedazo celeste entre los nubarrones fue el retrato perfecto para la última noche antes de la civilización. Una noche de cuentos sobre aventureros y reflexión silenciosa.
El último día de caminata con mochila al hombro se presentó ideal. Salimos temprano de Playa Bonita en busca de Puerto Arturo, a solo un par de horas. El sendero pasaba por al lado de la zona de acampe y esta vez no nos costó encontrarlo. Es que a partir de aquí, con la cercanía que hay hasta la Seccional Lolog de Parques Nacionales, la picada es muy evidente.
El trayecto tuvo subidas con pendiente pronunciada por momentos. Pero claro, después de una subida, sigue una bajada. Los cereales son fundamentales para reponer azúcar y tener energía para continuar. Y cuando menos lo esperábamos, el camping organizado de Puerto Arturo apareció triunfante a pocos metros de la casa del Guardaparques. Habíamos caminado, en total desde Laguna Verde hasta Puerto Arturo, unos 50km.

domingo, 14 de junio de 2009

"Allá ni llego", o el mítico Ayen Niyeu

Domingo de febrero. Amanecimos muy temprano, sin luz. El sonido del saltillo había escoltado la pernoctada, fría y corta, y el cónico Volcán Lanín, de 3776 msnm, con su pico atestado de lenguas glaciarias, nos brindaba una de las vistas más maravillosas del recorrido. De noche y de día, el Lanín es extraordinario, principalmente porque supera en promedio 1800 mts a los picos que lo rodean, de manera que se alza imponente, sin límites, entre el resto de los cerros de la zona. Lanín significa “que se hunde”, según la lengua mapuche. Los colores del cielo al anochecer, reflejado en la blancura del cono, con bocas humeantes por el frío, abrigados de pies a cabeza, y con el imperturbable sonido de la vertiente de agua, es una posta digna de ser guardada. Ahora bien: aquella mañana el sol no había hecho aún su entrada triunfal sobre las altas cumbres. En este extenso valle, rodeado por el solemne Cerro Huanquihue, se encuentra el Volcán Ayen Niyeu, que significa “lugar que estuvo caliente” y está a 1700 msnm. Pleno Parque Nacional Lanín -creado el 11 de mayo de 1937-, a metros de la Cascada del Portezuelo de Auquinco (lugar en el cual Parques Nacionales recomienda el uso de calentadores, pues no está permitido hacer fuego) y el valle que lleva el mismo nombre, por donde un par de días más tarde descenderíamos hasta el Lago Lolog.



















El arribo a este lugar de hermosos colores y una paz deslumbrante se puede hacer desde Laguna Verde (se llama así por la cantidad de algas en su lecho que le dan una tonalidad esmeralda), área de Junin de los Andes, mediante una travesía de algunas horas por un sendero arduo y escalonado de subidas y bajadas, cuyo comienzo se halla a metros de un escorial de lava de casi ocho metros de longitud producido por el volcán Huilquihué, encausado en un antiguo valle glaciar, y que termina en el lago Epulafquen, al norte de la laguna Verde. El trekking se realiza casi completamente en un bosque de Coihues, atravesando también Raulíes y Ñires, y un sotobosque conformado por cañaveral. Por momentos, la caña de Colihue muerta y hueca resuena al unísono de la caminata en cada paso, y aparece como una especie de peligroso rizador para cabello móvil e inestable. Luego de un par de horas, se observa la majestuosidad del Ayen Niyeu y el andar se transforma sobre un sendero de mínimas piedras volcánicas. Son, a partir de aquí, impresionante los colores montañosos –verde, negro, gris, anaranjado, amarillo, rojo y blanco por algunos manchones de nieve-, constituidos por rocas piroclásticas procedentes de las erupciones volcánicas hace miles de años. Aunque parezca increíble, el Volcán Ayen Niyeu colapsó con una colosal explosión hace apenas 500 años. Inimaginable.

Antes de comenzar el ascenso hacia la cumbre del volcán, había que superar un complicado obtáculo: salir de la bolsa de dormir, abrir el cierre de metal helado de la carpa y estirar las piernas entre el frío y la oscuridad. Recién cuando el mate cocido atraviesa el cuerpo y el humo caliente de la taza se pierde entre la boca y la nariz, el cuerpo y la mente recuperan su terreno normal. La sensación que vendría luego sería aún más motivadora.
El ascenso es espectacular por varias razones: se realiza enteramente en zigzag por la negra roca volcánica, entremezclada con otras tonalidades, con el Lanín de fondo y el valle visto en su inmensa eternidad, por supuesto, en absoluta soledad y silencio. El día se va aclarando poco a poco y el aire se calienta aún más, pero para ese entonces ya teníamos pisado casi tres cuartos de camino. Es clave emprender la subida con el aire fresco de la mañana, ya que cuando los primeros rayos asoman por el filo montañoso, el calor se transforma en un escollo más para sortear. La primera cumbre, incómoda e inestable por una montaña de rocas movedizas, se encuentra a pocos pasos del filo del cráter y se aprecia, como nunca, el Lanín en su completa estructura, más cerca que antes. También aparecen, hacia el oeste, el Volcán Quetrupillán (“volcán activo bramador” o “diablo tímido”) y el Volcán Villarrica (2840m), de Chile. La vista es espléndida, ya que además del paisaje que teníamos delante, a un paso, a solamente un paso, el cráter del Ayen Niyeu brindaba una indescriptible sensación de profundidad. Sin embargo, aún restaba un tramo hasta una segunda cumbre, por el filo del cráter y hacia arriba. Allí, mas cerca del cielo y mas lejos de la tierra, el viento y el sol en su máxima expresión y una gran porción de la Patagonia ante nuestros ojos atónitos. Festejo y alegría por un ascenso sin trabas y un aplauso alentador para iniciar la bajada. Eso sí: aquellos escépticos que tildan al volcán de complicado, de difícil acceso y caprichoso, no conocen a las mujeres. La moda de llamarlo "Allá ni llego" por la similitud fonética con su verdadero nombre, es una mentira tan grande que no tiene punto de discusión.





















El descenso fue rápido y divertido: patinando, saltando, esquiando y derrapando en la arena volcánica. Una fugaz sacudida de los zapatos de trekking, llenos de piedritas, desarme del campamento y partida, justo antes del mediodía, hacia nuestra segunda meta del día: el Refugio Rincón de Los Pinos, un paso más hacia el Lolog. Pero esa es otra historia. Por ahora, solo nos despedimos del Lanín y los mágicos colores del Ayen Niyeu.



Si, si...Allá ni llego...

miércoles, 20 de mayo de 2009

Fucsia




El acantilado sobresale por su verticalidad y su verde oscuro. Los tonos del bosque húmedo en la sombra los da precisamente el sol, allí donde se unen las nubes con las últimas hojas de la copa mas alta. El agua clara de un arroyo rocía los líquenes cercanos. El aire se empapa del sonido tranquilizador de la cascada, que abruptamente se desliza desde lo alto de la vertiente, justo donde el agua diáfana se deshace por la altura y se pierde entre los rayos que atraviesan los árboles viejos. El invierno es frío y recurrente, los animales se apartan de la vida para internarse en sus madrigueras, cuevas o refugios, y prometen salir del disimulo cuando escaseé el alimento. Allí se someten, tímidos, a la helada y a la escarcha, la blancuzca nevada más invernal y austera, en el inmenso espesor del bosque cerrado. El más coloquial de los roedores le teme, pero los copos gruesos de las primeras neviscas son el compañero irremisible del gélido amanecer. La nieve voltea ramas, cierra los pasos, derrumba árboles y el bosque se hace tupido. Finalmente, florece con colores inverosímiles, frutos exóticos y carpinteros taladrando sobre la base de los árboles, y entonces el largo invierno, seco e inclemente, le deja su lugar a la primavera. Lluvias copiosas y nutridas acarician los musgos, las plantas verdosas llenas de vida, y el agua refresca la tierra, humedece los pastos y hace trovar al pájaro cantor. El sonido resuena campechano y agudo, en su colosal diversidad de tonos, mientras refuerza su nido de pequeñas ramas en lo alto de un árbol. Por ahí anda también el jabalí, rompedor de estructuras, exótico y violento, el suelo escarbado y revuelto escabrosamente, la tierra removida, ávido de algún bocado que lo mantenga con vida. La naturaleza se abre íntegra y la belleza del bosque propone el verano, aquel donde los colores se invierten y las gamas grisáceas aproximan lentamente el otoño. Pero primero lo primero: el clima es agradable durante el calor del día, y la noche luego se cierra demorada, tarde y estrellada, para mostrar la calidez del cielo con eternos puntos luminosos, entre los huecos de varios árboles que no llegan a taparlo. Después, el retrato otoñal tiene recuerdos de antaño, y más allá, el verde y el azul esmeralda del lago, apreciable como un oasis en un desierto a la distancia, se impone delicado y anhelante, inmenso y abismal. Imperfecto y tan profundo como el alma, subyace desde el corazón del bosque una terma rodeada de rocas puntiagudas e irregulares. Hervidero iracundo y burbujeante, tal como un volcán a punto de estallar, invariablemente, como una corredera de lava ardiente. El vapor y el humo azufrado se pierden entre las lomas bajas del valle y el río que desciende irremediable, hasta perderse en una cascada sobre otro abrupto descomunal.

Cuando el valle se hace extenso, franco y claro, metros abajo, sobre el lecho del río rocoso, infinitos arbustos pinchosos y secos, y de un color verde intenso, del tamaño de un gurrumino, se enredan poco a poco en la planicie terrenal descolocada, abierta entre montañas. Después, solamente el sonido de la vertiente de agua descansada y lechosa del deshielo, espumante y movediza como una serpiente, que choca contra las rocas pesadas y lisas que sobresalen del arroyo ancho, y siguen su curso hacia abajo, y entonces se pierden entre cohiues. En el desfiladero, reliquias de derrumbes y avalanchas, árboles inclinados y lengas achaparradas, y también un sendero antiguo cubierto por aquellas lengas entrelazadas, y ramas, y piedras. Seguramente el vestigio del pasaje humano, remoto en el tiempo. Y el clima. Siempre el clima.


Sobre la cumbre casi pelada, de pura roca y poca nieve, sobrevuelan bichos con alas que se hacen llamar jotes y cóndores. Ambos acechan bajo la agonía solar, pero no se encuentran, allá alto en el viento. Jotes por una carroña; cóndores por otra. Quien pudiera tener su visión, su panorama de lo infinito, su planeo, su acrobacia de cuento. Gran buitre, dominador de los aires, rapaz que arranca el corazón de animales muertos, el mayor de los respetos.
El anochecer ofrece colores fríos y la helada desciende cómoda, espontánea. El rocío húmedo y relente propone la quietud, sobre musgos y otras plantas. Parece entonces un cuadro pintado en la serenidad más austral, con tonalidades de azul oscuro y manchas de azabache, como un paisaje en el cual se descubre un cielo lóbrego, cubierto de puntos luminosos, y una luna brillante, que resplandece la punta de los cerros y los lagos escondidos, aquellos donde monstruos marinos de la prehistoria olvidada, tal vez, asomen su aleta dorsal curvada y luego se escondan, dejando una ola y un remolino.
El amanecer responde con creces el pedido de la naturaleza: reluce cuanto ser biótico se atraviesa en su recorrido invencible, y sosiega al resto. Temprano, el arriero atraviesa un arroyo bajo, pedregoso. Y chapotean los herrajes del caballo sobre el lecho. Y las alforjas repletas. Y detrás, la manada salvaje de potros, éstos sin monturas, cerriles, al galope y al relinche, atraviesan también el vado, seguidos por el charro joven, fusta en mano, desbravando la tropilla. Y siguen el viejo camino de carretas, en ascenso, dejando rastros a su paso; y sus flancos se notan fibrosos, anquirredondos. No muy lejos, la pampa de mallín, un verde claro tierno, se desenvuelve insólita entre árboles dispersos y altos, y la poca sombra lo vuelve caluroso al mediodía. Al paso, un cañaveral cerrado y denso, devuelve las gentilezas de la sabana abierta.
La caballada se detiene finalmente en aquella extensión, en una amplia majada circular de piedras encimadas y enormes, junto a una pequeña choza de madera y un aljibe desmantelado, provisto de una cubeta artesanal de listón corrompido. Todo lo que queda de aquello es simplemente su forma, pues el tiempo ha dejado que el adorno perdure deshecho y arruinado, más no su oficio. Su alrededor figura plano y sencillo. No obstante, las huellas de aquellos equinos dejan un hueco en la tierra mojada, donde allí mismo se junta el agua de un color marrón. Es un espacio donde el viento corre libre, porque es un lugar abierto, una tregua entre montañas, con un cielo que es igual en todos sus rincones, salvo que las nubes desfilan veloces.
Parecen entrometerse, al atardecer, nubes de color plomo, densas, aguadas. La brisa es calma, calma chicha, y el aguacero, inminente. El cielo se cubre y el sol deja entrever sus rayos apenas, entre nubarrones plateados y negros, entre luces relampagueantes y rayos tímidos, aún en el horizonte amenazador. Y entonces, gotas del tamaño de un hongo, gotas de lluvia, caen dispersas y frías en el bosque, y acarician la copa de los árboles; gotas intensas y aglomeradas mojan las piedras de las cumbres, y se escurren entre ellas, formando minúsculas grietas que descienden hasta desaparecer; gotas, que ya no son solamente gotas, penetran en los lagos esmerilados, azules y verdes, y se quedan allí, deseosas de espacio; gotas, que ahora pertenecen al chubasco limpio, a la cortina de agua sobresaliente y pareja, llegan lineales al suelo, donde después serán charcos, y al cabo de un rato, yuyos y plántulas, líquenes y moho, cardenillos. Cuando todo se apacigua, hay un aroma nuevo, a vida. Y rápidamente los nimbos se abren y fluyen ligeros en dirección del viento, dejando claro el cielo celeste.
Entonces, el sol parece la bola de fuego que es, con su amplificación simbólica y su calor radiante, mortal. La humedad del suelo se eleva como vapor, y el agua de las ciénagas y barriales se hace añicos. El día se transforma y las lluvias se van al oeste, hacia las altas cumbres, donde la negrura queda al descubierto, y la altura se mimetiza con la luz de la tormenta. El ciclo continúa su rumbo como una rueda que gira al compás de las horas, y el día se acaba inmerso en su productividad, con su biología ferviente haciendo lo que debe y más quiere: crecer.
Desde un vasto sector de bosques quemados, por lenguas de fuego irresponsables que ni el tiempo podrá sanar, se desvanecen los tonos plateados desde las raíces hasta la punta de las ramas peladas, secas y quebradizas. Negro, gris y plateado, delante de los tonos cristalinos del lago, el cielo en su esplendor, y algunos verdes y marrones de la tierra blanda, son parte del paisaje bífido, en donde el microclima de la zona arrasada por el incendio genera tristeza, un sentimiento atípico en plena maravilla. Y entonces, un colibrí repleto de colores vivos, con sus alas movedizas, se acerca osado al único brote de flor en mucho tiempo, inconmensurable: la campana femenina, colgante y sensata de la fucsia, de color rosa intenso, y rojo, con una gota de agua en su tallo, cayendo por mera gravedad, se desploma alegre e insuperable, sublime, para cargar de magnitud la vida y aportarle calidez a un salvajismo irreparable. Y entonces roza su estambre, y la deja versátil, desequilibrada; y luego se va, dejando caer el agua de la intensa lluvia. Y el colibrí pierde su tesoro en el camino, y éste cae flameando al suelo, ese que alguna vez fue fértil. Y entonces el cielo se vuelve a cubrir tercamente de nimbos y la lluvia que se había ido cae caprichosamente. Y es allí donde renace la vida.
Más allá, el acantilado sobresale por su verticalidad y su verde oscuro...

(Del ascenso al Cerro Granítico, Area Mascardi, Bariloche 2005)

lunes, 27 de abril de 2009

Refugio Otto Meiling: imperdible


Una cortina de niebla descansaba mansa sobre el Lago Mascardi y otra cubría el cuarto superior del Cerro Diego Flores de León. El sol todavía estaba lejos. Y el frío se sentía muy cerca. Desayuno cuantioso y partida hacia la aventura. El sendero que sale hacia el Refugio Otto Meiling, en el Cerro Tronador, Bariloche, tiene un tramo que antiguamente era un camino de autos. Partimos a las 9 en punto desde Pampa Linda. Tras cruzar el vado del Río Castaño Overa, que nace en el glaciar, el camino comienza a subir estrepitosamente: es una picada que tiene sus dificultades en algunas zonas, con subidas empinadas en forma de caracol, donde el aliento falta y los pasos son definitivamente cortos. De fondo, un bosque de coihues y lengas milenario, cuyos ejemplares han alcanzado importantes tamaños. Luego, el caracol se hace más sinuoso y la subida es larga, hasta que el camino se acomoda y prácticamente el glaciar Castaño Overa queda a la izquierda y enfrente. Luego de la subida en caracol, sobre el filo, hay un pequeño bosque de lengas repleto de barba de viejo (una planta parásita que se adhiere a los árboles), por eso a esta zona la llaman “la almohadilla”. A partir de aquí hay que atravesar una zona a pleno sol, ya que el bosque abruptamente se termina, y los arbustillos son bajos. Es una zona a 1700 msnm que la llaman “el descanso del Potro”. También era éste un antiguo camino vehicular. El tramo final del ascenso es en una picada puramente de roca volcánica con un filo a ambos lados, con una vista amplia de todo el valle y el glaciar Castaño Overa escoltando el trekking a nuestra izquierda. Parece mentira que nuestros ojos estén a la altura del cordón montañoso de la cordillera que teníamos alrededor, o al menos eso parecía. A medida que nos acercámos al refugio, el glaciar nos brindaba su espectáculo aparte: el eco del trueno por la caida de irregulares pedazos de hielo que se desprendían de su pared frontal, donde también se divisan pequeños hilos de agua cayendo al vacío. Por momentos era difícil no detenerse a observar semejante paisaje durante algunos minutos. No importaba demasiado el tiempo, sabíamos que estábamos cerca del refugio, se sentía. Los manchones de nieve lo detalaban.


El sendero en la parte final se mezcla con la nieve y pequeños arroyitos de agua escurridizos. A las 13.55 el refugio se apareció ante nosotros, iluminado por los rayos del sol y el reflejo blanquecino de la nieve. A la izquierda, el glaciar Castaño Overa. A la derecha, el glaciar Alerce. Más allá del refugio, la ladera del Tronador completamente nevada como una pista de esqui y, finalmente, los tres picos que lo acercan al cielo. La felicidad por haber llegado, claro, era inmensa, pero no había palabras para describir la felicidad por encontrarse en un lugar soñado, único, con una vista completa de todo el valle, divisando cerros tan lejanos. También nosotros estábamos cerca del cielo.


Desde Pampa Linda fueron en total 18Km, con un desnivel de 1100 metros. Este refugio de montaña está ubicado a 2000 msnm y pertenece al Club Andino Bariloche. Es de hormigón y madera, aunque también tiene remiendos de chapa en su lado externo, tal vez por alguna tormenta invernal. El refugio por adentro es muy cálido, con cocina y comedor -que tienen vista hacia los picos del Tronador-, baños y una amplia sala para dormir en la planta alta. La primera persona que llegó al pico más alto del cerro fue Hermann Claussen en la noche del 29 de enero de 1934. Pero ¿quién es Otto Meiling?


Es difícil describir quien era Otto Meiling, porque fue muchas cosas. Nació en Alemania el 1 de junio de 1901. Fue gimnasta durante su juventud y tras la Primera Guerra Mundial viajó a Buenos Aires, donde se desempeñó como obrero. El 9 de enero de 1930 llegó a Bariloche: creó la primera agencia de turismo, fue jefe de navegación en la empresa más grande de la ciudad y fundador en 1931 del Club Andino Bariloche junto al Reynaldo Knapp y el médico Juan Javier Neumeyer, de quien aprendió a esquiar y entonces fue luego instructor y fabricante de esquíes. Se convirtió entonces en un aficionado por la montaña. Su anhelo máximo era el Tronador, cuyo ascenso se vio frustrado en varias oportunidades. En su diario escribió: “La falta de éxito es justo lo que a uno no lo deja descansar y estimula a repetir las tentativas hasta llegar a la cumbre anhelada”. Otto Meiling y Hermann Claussen formaron, el 9 de febrero de 1934, la primera misión de rescate en el Tronador, intentando hallar a dos italianos que se habían perdido en la zona tras una tormenta, sin poder encontrarlos. Finalmente, Otto Meiling alcanzó la cima el 3 de enero de 1939 y luego en 60 ocasiones más, la última con ochenta años. El refugio sobre la ladera del Tronador lo construyó en 1950 y veinte años después lo bautizaron con su nombre. Además, realizó el cruce de la cordillera en canoa en agosto de 1956, siguiendo el curso del Río Manso hasta el Pacífico. Falleció en 11 de agosto de 1989. El Cerro Otto no debe su nombre a Meiling, sino a otro alemán: Otto Goedecke, uno de los primeros pobladores que fue fatalmente asesinado por un ladrón de manzanas a fines de 1920.


Por supuesto que la riqueza de la historia que abunda en esta zona es inmensa y cada dato te lleva a otro, y cada nombre te lleva a otro, y cada curiosidad te lleva a otra. Eso da la pauta de la gran cantidad de gente que caminó la cordillera, alcanzó cerros vírgenes y recorrió enormes distancias. Claro que no hay tiempo para conocerlas todas, pero están. Para nosotros lo más importante es saber que aquí habitó un alemán empedernido y trabajador, y que nos ha dejado un legado de historias increíbles para contar. Y el interior del refugio encierra todo ese cuento maravilloso que nunca se va a perder, mientras el hombre continúe caminando y explorando como lo hizo antes.


El atardecer a esa altura se impone por su grandeza: sobre el oeste se esconde el sol, dejando líneas de color rojo y anaranjado sobre las cumbres de la cordillera, fusionándose con el azul del cielo. Un espectáculo digno de ser fotografiado. Más acá, el frío desciende desde lo más alto y comienza su ruta hacia la helada. La noche es fría y muy oscura. Y el amanecer es otro espectáculo: la luz aparece tibia y el sol se refleja sobre los glaciares del cerro Tronador, proponiendo un color miel sobre la roca que parece un cuadro pintado.


Uno de los mejores ascensos para quienes gustan de la aventura. La sensación de tranquilidad, aire puro e inmensidad es un aliciente para la rutina y la vorágine de la ciudad. Imperdible.

miércoles, 22 de abril de 2009

La magia de Los Césares

La llamada Ciudad de Los Césares está enclavada en el Parque Nacional Nahuel Huapi (significa “Isla del Tigre” en mapuche y es área protegida del país desde 1934), en el extremo oeste del Lago Mascardi, en la desembocadura del Río Manso superior y a mil metros del Hotel Tronador, dentro de un bosque de Ñires y rodeado por los Cerros Bonete y Diego Flores de León. Pero como todo lugar soñado y mágico, en una zona donde las estrellas y la brisa fresca reconfortan, hay una leyenda que brinda un perfil milenario y prodigioso. Durante la época de la conquista chilena y argentina reinó una creencia: en algún punto del Cono Sur existía una ciudad que escondía extraordinarios tesoros y se suponía llena de riquezas, principalmente oro y plata. La referencia data del año 1528, cuando Sebastián Caboto –o Gaboto, como también se lo llamó-, explorador, cartógrafo y marino italiano, envió tres expediciones para explorar el territorio de lo que hoy es Argentina. Se especula que uno de los grupos se dirigió hacia el oeste comandado por el capital Francisco César y otros catorce hombres, y que posiblemente hayan llegado a los Andes o las Sierras Cordobesas. Finalmente, César y seis de sus expedicionarios regresaron tres meses más tarde relatando que habían visto una tierra muy rica que tenía ovejas del Perú (llamas) y gran abundancia de joyas y metales preciosos. Fue entonces que a partir del Siglo XVI se comenzó a llamar a esta zona “lo de César”, con un tono sarcástico. Estas historias llegaron a España y otras partes de Europa, y cuando se supuso allí la existencia de una ciudad inca, sus habitantes empezaron a ser llamados Césares. Pero como la ubicación de la “ciudad rica” era inexacta e imprecisa dentro del vasto territorio de Argentina, se enviaron más expediciones con el correr de los años. Los padres jesuitas, Nicolás Mascardi primero y Juán José Guillelmo después, llegaron al sur con el fin de encontrarla, entre otros desafíos. El marino Juan Fernández, también de España, quien con el pretexto de ubicar a los sobrevivientes de una expedición que se había perdido en la zona del Estrecho de Magallanes tiempo atrás, se embarcó alrededor de 1621 en busca de la Ciudad Encantada, sin poder encontrarla. Eso sí: dio con el lago más maravilloso de la zona: el Nahuel Huapi. No es poca cosa, ya que se estima que Fernández haya sido su descubridor. Más adelante en el tiempo, el 22 de enero de 1876, arribó el perito Francisco P. Moreno, quien llegó al Nahuel Huapi desde el atlántico y fue el primer hombre blanco que hizo reflejar la bandera argentina en las aguas de aquel gran espejo.

La planta de campamento que lleva el nombre de Los Césares, fue construida por el Ministerio de Educación en terrenos que Parques Nacionales cedió en la década del cincuenta y que ahora pasó a depender de la Provincia de Río Negro. Es un lugar de ensueño cuando el sol atraviesa nubes color plomo y se muestra timorato a través de las densas gotas de lluvia sobre el cono siempre nevado del Cerro Bonete. O bien cuando un arco iris irrumpe desde la profundidad del Lago Mascardi y se pierde en lo alto del Cerro Cresta de Gallo. Es imposible abstraerse del atractivo que tiene esta zona, sus colores, el aire, la tranquilidad. Es aquí donde cobra vida el verdadero sentido de todos los sentidos del hombre volcados a la inmensidad de la naturaleza sureña. Es aqui donde esa naturaleza brinda reflejos impensados de vida silvestre. Hablan por sí solas las imagenes: huellas de puma en senderos transitados por el hombre; escarbadas salvajes de jabalíes buscando su alimento en pleno bosque; el taladro indiscutible del pajaro carpintero, y la asombrosa aparición de un huemul, el cérvido patagónico en peligro de extinción.
La Patagonia una vez más se abre íntegra, para florecer su máximo esplendor en las cuatro estaciones del año y acaparar la mirada de propios y ajenos.

lunes, 20 de abril de 2009

¿Lobo está?

En un piso de cemento polvoriento, castigado por los 40 grados de temperatura y el sonido incesante de las chicharras, bajo un sol pleno y un clima seco, que resquebraja la tierra y deja una sensación infernal de sed, un grupo de gurrumines de distintas edades juega a "¿Lobo está?" en el patio de una escuela, esperando el sonido alentador de la campana que en un par de minutos los llamará a almorzar. La sombra es escasa, apenas algunos árboles copan la parada y aportan un aliciente necesario. A unos pasos, en la puerta de entrada al aula de 4to grado, los maestros memas (enseñan la lengua nativa) y docentes, de guardapolvo asombrosamente blanco y pulcro, debaten y organizan el festejo de los 25 años de la escuela.

El lobo aún no se encuentra listo, se está lavando los dientes, se está poniendo las botas, está tomando mate cocido, se está bañando en el Río Salado. Cuando luego de un rato el lobo se presta para salir a la caza, los chicos se apresuran para correr al resguardo, y al hacerlo levantan con sus pies descalzos el polvo que cubre la cancha de fútbol, que hoy tiene un solo arco de madera, y que la mitad tiene pasto y la otra no, pero que en invierno es puramente de tierra. Los chicos corren hacia el alambrado perimetral de las escuela y allí se quedan agarrados, firmes, hasta que el peligro pase, hasta que el lobo no los pueda atrapar. Esa es su casa, su salvación. Cuando suena la campana, ha llegado la hora de un nuevo alivio: el almuerzo. La campana debe sonar fuerte, pues todos los chicos de la comunidad, de una punta a la otra del barrio, están esperando ese sonido metálico y chillón. El juego termina, pero la alegría de jugar, más allá de un resultado, permanece y se refleja en sus sonrisas, que tampoco se acaban rápidamente. Su cariño y el reclamo para seguir se hace notar, y ese eco de vocecitas dulces queda flotando, al menos, hasta el próximo juego.

El piso de cemento polvoriento, aquellos gurrumines, los maestros, el almuerzo, la canchita, la campana. Se trata de la Escuela N° 401 del Barrio de Qompi, en la localidad de Pozo del Tigre, Formosa, donde subsiste una Comunidad Aborigen Pilagá, una de las tantas que aún habitan en el norte del país. Son tres las etnias que se ubican aún en la Provincia de Formosa: Pilagá, Wichí y Toba. Los Wichí también se extienden hacia el noroeste de Chaco y el noreste de Salta. Los Toba se encuentran tambien en gran parte del Chaco y se entremezclan con los Mocoví en algunas zonas de Santa Fe; se han hallado grupos en el norte de Buenos Aires. De las tres etnias de Formosa, los Pilagá representan el menor número de familias y, por lo tanto, un número de población menor. Se asientan en el centro norte de la provincia, ubicados cerca de una fuente de agua como es el Río Salado, un aspecto que caracteriza a los pueblos de toda la zona chaqueña.
El amor y la apertura que esos chicos demuestran es un ejemplo de la lucha diaria por seguir perteneciendo a la cultura, al no aislamiento, a la Argentina. Este viaje que realizamos cada año al centro mismo de la cultura nativa de nuestro país es una manera de intercambio, pero también es un aprendizaje que nunca se acaba. Ellos nos enseñan a cada minuto la alegría de vivir, la magia de pertenecer a una cultura muy propia, muy nacida de adentro. Y también ellos esperan aprender de nosotros. Es increíble la capacidad que tienen para eso, además de poseer una extraordinaria memoria, una creatividad y una imaginación que obviamente es muy lógica: continuamente están en contacto con la naturaleza, con la vida silvestre, con la flora, la fauna, con el aire libre. No tienen otra distracción que no sea armar gomeras, trampas para animales, caminatas al monte, al río, cazar, pescar, jugar, correr, nadar. Y no pierden su esencia. Porque son chicos.

Por supuesto que Formosa es una provincia pluriétnica y pluricultural, y esta gran diversidad la transforma automáticamente en una enorme riqueza. Cada grupo con su cultura le aporta riqueza al entramado de redes sociales de todo el país, pero a veces eso puede ser peligroso: muchos creen que el valor que tiene cada cultura puede o debe ser mejor que el de las demás, y esa grave acusación tiene una consecuencia riesgosa: que las acciones tiendan a cambiar las culturas de otros para que se parezcan a las nuestras. Esa desvalorización lleva al etnocentrismo (el egocentrismo de las culturas). Entonces allí es cuando el lobo somos nosotros.

En la Asamblea Constituyente de 1994, se le ha otorgado un marco normativo nacional a los asuntos indígenas. Al menos, un progreso. El Artículo 75, inciso 17, dice: “Reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos. Garantizar el respeto a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural, reconocer la personería jurídica de sus comunidades, y la posesión y propiedad comunitaria de las tierras que tradicionalmente ocupan, y regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano, ninguna de ellas será enajenable, transmisible ni susceptible de gravámenes o embargos. Asegurar su participación en la gestión referida a sus recursos naturales y a los demás intereses que los afecten. Las provincias pueden ejercer concurrentemente estas atribuciones”. Si este pequeño párrafo tiene alguna incidencia positiva en la actualidad, es algo que aún estamos un poco lejos de saber. Lo que si estamos en condiciones de afirmar, es que el lobo todavía se está poniendo el traje y la corbata. Pero ojo, en cualquier momento puede salir al Congreso a sancionar una ley estúpida...