domingo, 21 de junio de 2009

Segunda parte de la travesía por Auquinco hasta el Lolog


Tras el anhelado ascenso al volcán Ayen Niyeu, continuamos el trekking hacia el sur por el Portezuelo de Auquinco (“agua que resuena”), un valle resonante por donde se escurre el Río Auquinco, que debimos cruzar en varias ocasiones, así como también el río Pedregoso. A partir de aquí, comienza a aparecer la vegetación que habíamos olvidado y el bosque espeso, tupido. Se observan las flores de amancay como nunca antes, amarillas, hermosas, y el tramo de Pehuenes más austral y milenario de la región. Finalmente, atravesamos un campo minado de caña de Colihue relativamente baja, que tapaba el sendero. Hubo que bajar la cabeza, poner los brazos y exigir el paso con fuerza para cruzar el cañaveral. Valió la pena el esfuerzo, ya que con el último aliento y luego de casi seis horas, arribamos al Refugio Los Pinos, siempre en el valle, y con el Río Auquinco que a menudo escoltaba el paso a pocos metros; una fuente de agua primordial de la zona.
El refugio estaba descuidado. Debimos ventilarlo bien y rociarlo con agua y lavandina (siempre debe hacerse cuando se entra a un lugar que estuvo cerrado mucho tiempo y además por la posible presencia de hantavirus). No fue sorprendente, porque esta zona no es muy transitada durante la temporada de verano, y en invierno no es posible acceder. De todas formas, no es recomendable pasar la noche en el refugio. La construcción es de madera con techo de zinc, rectangular y cuenta con una mesa, una salamandra y un par de estantes; dos ventanas y dos puertas de entrada de un solo lado y unos tablones que simulan una cama. Sobre una de las paredes del refugio, un lindo retrato que dejó un caminante con una frase de Friedrich Nietzsche: “Quien ha alcanzado la libertad de la razón, aunque solo sea en cierta medida, no puede menos que sentirse en la tierra como un caminante, pero no un caminante que se dirige hacia un punto de destino, pues no lo hay”. Nunca una frase ha expresado mejor aquel momento.
El siguiente día amanecimos, como de costumbre, muy temprano. Había que seguir bajando y aprovechar también el fresco de la mañana para caminar, ya que el camino a seguir no tendría demasiada zona boscosa para resguardarse del sol, sino que era más bien abierta, y el sol prometía enardecer. Próxima parada: Refugio Auquinco, ya en el Lago Lolog.



Durante la travesía transitamos prácticamente por un valle estepario en el que son abundantes los coirones, ese pasto duro que conforma especialmente el típico paisaje de la estepa patagónica. Esta zona también es habitual de pumas, jabalíes y ciervos colorados, aunque no hemos tenido suerte y pasamos sin pena ni gloria. Además, próximos a la cercanía del refugio y nuestra zona de acampe, debimos cruzar un pequeño mallín que nos embarró los zapatos y casi un cuarto de la bombacha de campo.
Luego de vadear varias veces el Río Auquinco, y tras el almuerzo en la orilla del mismo, continuamos rumbo al Lolog con la esperanza de encontrar, en lo que restaba del camino, un poco de sombra. Y aunque no fue precisamente eso, nos recuperamos del calor con un chapuzón improvisado en el Río Auquinco, algo inédito teniendo en cuenta que faltaba muy poco para llegar. Fue un desquite, pura diversión en un río bajo, congelante y transparente. Después continuamos en traje de baño y zapatillas de trekking (postura inédita -y ridícula sobremanera-) hasta el Refugio Auquinco, al cual llegamos tras algo más de cinco horas de caminata total.
A simple vista, el refugio estaba en pésimas condiciones: la inclemencia del clima y el descuido de los transeúntes seguramente hayan sido determinantes para su destrozo. De todas maneras queríamos encontrar un lugar más alejado y cerca del lago, por eso nos dispusimos a explorar la zona, ya que además había allí un contingente de turistas que, según nos informaron, venían de Puerto Arturo (hacia donde íbamos nosotros) y se dirigían hacia Laguna Verde (de donde veníamos). Les esperaba, claro, un camino trabajoso. Reconocimos finalmente los alegres Lupinos en la costa del lago Lolog.
Nos cruzamos, como era de esperarse, con uno de los guías del grupo, que en ese instante intentaba llamar desesperadamente a un hombre que, solitario, se había adentrado en el lago, varios metros adentro, para practicar natación. Lo más angustioso para el guía era la parsimonia de su hombre. Lo más inquietante para nosotros era la oportunidad de ver a un monstruo de las profundidades devorarlo sin prejuicios. Es que la suerte no estaba del lado de aquel grupo, pues algunos de sus integrantes había tenido hace poco una experiencia negativa en su ascenso al Volcán Domuyo, al norte de la Provincia de Neuquén.





El lago Lolog –declarado en 1994 como Área Natural Protegida-, que significa “suelo con hoyos o depresiones”, es un lago inmenso e imponente. Tiene playas deslumbrantes y aguas muy profundas. Antiguamente lo llamaban Palai Co (agua tranquila), pero ha sido artífice de muchos mitos y leyendas que hoy en día son la incertidumbre de pobladores y visitantes. La más conocida es la del Cuero del Lago, una bestia jurasica que también denominaron “cuero uñudo”, que, según los historiadores, “tendría la forma de un tronco largo y grueso que se desenrollaría para aplanarse y ubicarse estratégicamente simulando ser un cuero vacuno a la espera de sus presas”. Ha habido varios avistajes durante mucho tiempo por parte de los pobladores, aunque muchos dicen que los lugareños inventan las historias para alejar a los turistas.
Finalmente la zona que encontramos era sensacional, sobre la costa, sin viento –ya que una península boscosa lo tapaba-, y a metros del comienzo del bosque de Roble pellín, Raulíes y Cipreses, entre otros, con un lugar ideal para las carpas. Como no podía ser de otra manera, la ambientación al lugar comenzó con un chapuzón en el Lolog, que en esa zona tenía varios metros de playa baja hasta hundirse tremendamente lago adentro. En la costa, cerca de la orilla y sobre el piso, abundaban las ya famosas chaquetas amarillas, aunque esta vez se debieron haber estado ocupando de otros asuntos, pues no eran lo invasivas que resultaron ser en Laguna Verde. La chaqueta amarilla es una abeja proveniente de la zona del Mar Mediterráneo y el norte africano que actualmente está expandida casi por todo el mundo e instalada en Estados Unidos y Oceanía. En la Patagonia, y en algunas zonas del sur de Buenos Aires, Mendoza y San Juan, es una plaga incontrolable que ha avanzado en toda la Región Andino-Patagónica 250Km por año. Fue observada por primera vez en Argentina en 1980, en Andacollo, localidad situada a unos 60Km al oeste de Chos Malal, en Neuquén. Las versiones más acertadas indican que este insecto carnívoro, de gran adaptación al medio y que no tiene enemigos naturales, llegó al país vía Chile en cargamentos de madera. Otras versiones presumen que fue insertada a propósito para combatir el bicho de la fruta, aunque estas versiones aún son incomprobables. Para la estadía del ser humano en los terrenos sureños, la complicación mayor llega a la hora de comer, ya que la abeja es agresiva en presencia de carbohidratos, proteínas y agua. Además, sus madrigueras se encuentran bajo tierra, en las cortezas de los árboles o en huecos de troncos, una de las razones por las cuales sobreviven al invierno, ya que los nidos o colonias –de hasta 4 mil individuos- son construidos por una reina fundadora, fecundada en otoño, que sobrevive al frio invernal. La gente local ha elaborado algunas trampas naturales con cebos de carne o aceite dentro de bolsas plásticas o botellas, y en diciembre del 2007 la firma Bayer presentó Amaxis, el primer cebo que sale a la venta para eliminar la chaqueta amarilla y que incluye un insecticida que liquida el nido en 24 horas.
El día siguiente fue atípico. Amanecimos relativamente temprano, con el sol apenas asomando sobre el este, detrás de montañas bajas, sobre el lago. Un paisaje alentador para esa altura de la mañana y un mate endovenoso. Pero digo atípico porque, a pesar del cansancio acumulado, ya augurábamos la cercanía de Puerto Arturo, el destino final. Sin embargo aún faltaba una noche en Playa Bonita, sobre la costa del Lolog, más hacia el sudeste.
También fue atípico por lo cómico que resultó la carrocería de una chata vieja y destartalada estacionada enfrente al refugio Auquinco, y de la cual recién nos enteramos cuando salimos hacia Playa Bonita. Seguramente haya sido de algún poblador que utilizaba el camión antiguamente para trasladar madera o leña en las inmediaciones del refugio. Otra humorada alegre para continuar nuestro viaje.
La dificultad con la que nos topamos en primera instancia aquella mañana, fue la imposibilidad de encontrar el sendero hacia Playa Bonita. No había ningún cartel indicador sobre las picadas y los caminos de animales, sobre todo vacas y caballos, se confundían con los senderos de Parques Nacionales. Allí perdimos un par de horas, en la costa del lago. Nuestro mapa indicaba la picada más adentro, siguiendo el Río Auquinco desde su desembocadura en el Lolog, pero las distintas sendas se mezclaban. Por la costa del lago no se podía seguir. Y finalmente, tras retroceder unos metros, encontramos el cruce del Auquinco y, del otro lado, la senda que continuaba tan campechana hacia Playa Bonita.
Tras un par de horas de caminata entre bosques frondosos y cañaverales de Colihue, llegamos a Playa Bonita, un lugar ubicado sobre el margen sur del Lago Lolog, otra vez, con un paisaje impresionante, parsimonioso. El almuerzo al pie del lago, una siesta en la playa, y el descanso anhelado fueron las principales actividades de la tarde. El cielo lentamente se fue cubriendo con nubes negras, aunque altas y pasajeras. El color luminoso de los rayos del sol atravesando los nimbos, el agua calma y algún pedazo celeste entre los nubarrones fue el retrato perfecto para la última noche antes de la civilización. Una noche de cuentos sobre aventureros y reflexión silenciosa.
El último día de caminata con mochila al hombro se presentó ideal. Salimos temprano de Playa Bonita en busca de Puerto Arturo, a solo un par de horas. El sendero pasaba por al lado de la zona de acampe y esta vez no nos costó encontrarlo. Es que a partir de aquí, con la cercanía que hay hasta la Seccional Lolog de Parques Nacionales, la picada es muy evidente.
El trayecto tuvo subidas con pendiente pronunciada por momentos. Pero claro, después de una subida, sigue una bajada. Los cereales son fundamentales para reponer azúcar y tener energía para continuar. Y cuando menos lo esperábamos, el camping organizado de Puerto Arturo apareció triunfante a pocos metros de la casa del Guardaparques. Habíamos caminado, en total desde Laguna Verde hasta Puerto Arturo, unos 50km.

domingo, 14 de junio de 2009

"Allá ni llego", o el mítico Ayen Niyeu

Domingo de febrero. Amanecimos muy temprano, sin luz. El sonido del saltillo había escoltado la pernoctada, fría y corta, y el cónico Volcán Lanín, de 3776 msnm, con su pico atestado de lenguas glaciarias, nos brindaba una de las vistas más maravillosas del recorrido. De noche y de día, el Lanín es extraordinario, principalmente porque supera en promedio 1800 mts a los picos que lo rodean, de manera que se alza imponente, sin límites, entre el resto de los cerros de la zona. Lanín significa “que se hunde”, según la lengua mapuche. Los colores del cielo al anochecer, reflejado en la blancura del cono, con bocas humeantes por el frío, abrigados de pies a cabeza, y con el imperturbable sonido de la vertiente de agua, es una posta digna de ser guardada. Ahora bien: aquella mañana el sol no había hecho aún su entrada triunfal sobre las altas cumbres. En este extenso valle, rodeado por el solemne Cerro Huanquihue, se encuentra el Volcán Ayen Niyeu, que significa “lugar que estuvo caliente” y está a 1700 msnm. Pleno Parque Nacional Lanín -creado el 11 de mayo de 1937-, a metros de la Cascada del Portezuelo de Auquinco (lugar en el cual Parques Nacionales recomienda el uso de calentadores, pues no está permitido hacer fuego) y el valle que lleva el mismo nombre, por donde un par de días más tarde descenderíamos hasta el Lago Lolog.



















El arribo a este lugar de hermosos colores y una paz deslumbrante se puede hacer desde Laguna Verde (se llama así por la cantidad de algas en su lecho que le dan una tonalidad esmeralda), área de Junin de los Andes, mediante una travesía de algunas horas por un sendero arduo y escalonado de subidas y bajadas, cuyo comienzo se halla a metros de un escorial de lava de casi ocho metros de longitud producido por el volcán Huilquihué, encausado en un antiguo valle glaciar, y que termina en el lago Epulafquen, al norte de la laguna Verde. El trekking se realiza casi completamente en un bosque de Coihues, atravesando también Raulíes y Ñires, y un sotobosque conformado por cañaveral. Por momentos, la caña de Colihue muerta y hueca resuena al unísono de la caminata en cada paso, y aparece como una especie de peligroso rizador para cabello móvil e inestable. Luego de un par de horas, se observa la majestuosidad del Ayen Niyeu y el andar se transforma sobre un sendero de mínimas piedras volcánicas. Son, a partir de aquí, impresionante los colores montañosos –verde, negro, gris, anaranjado, amarillo, rojo y blanco por algunos manchones de nieve-, constituidos por rocas piroclásticas procedentes de las erupciones volcánicas hace miles de años. Aunque parezca increíble, el Volcán Ayen Niyeu colapsó con una colosal explosión hace apenas 500 años. Inimaginable.

Antes de comenzar el ascenso hacia la cumbre del volcán, había que superar un complicado obtáculo: salir de la bolsa de dormir, abrir el cierre de metal helado de la carpa y estirar las piernas entre el frío y la oscuridad. Recién cuando el mate cocido atraviesa el cuerpo y el humo caliente de la taza se pierde entre la boca y la nariz, el cuerpo y la mente recuperan su terreno normal. La sensación que vendría luego sería aún más motivadora.
El ascenso es espectacular por varias razones: se realiza enteramente en zigzag por la negra roca volcánica, entremezclada con otras tonalidades, con el Lanín de fondo y el valle visto en su inmensa eternidad, por supuesto, en absoluta soledad y silencio. El día se va aclarando poco a poco y el aire se calienta aún más, pero para ese entonces ya teníamos pisado casi tres cuartos de camino. Es clave emprender la subida con el aire fresco de la mañana, ya que cuando los primeros rayos asoman por el filo montañoso, el calor se transforma en un escollo más para sortear. La primera cumbre, incómoda e inestable por una montaña de rocas movedizas, se encuentra a pocos pasos del filo del cráter y se aprecia, como nunca, el Lanín en su completa estructura, más cerca que antes. También aparecen, hacia el oeste, el Volcán Quetrupillán (“volcán activo bramador” o “diablo tímido”) y el Volcán Villarrica (2840m), de Chile. La vista es espléndida, ya que además del paisaje que teníamos delante, a un paso, a solamente un paso, el cráter del Ayen Niyeu brindaba una indescriptible sensación de profundidad. Sin embargo, aún restaba un tramo hasta una segunda cumbre, por el filo del cráter y hacia arriba. Allí, mas cerca del cielo y mas lejos de la tierra, el viento y el sol en su máxima expresión y una gran porción de la Patagonia ante nuestros ojos atónitos. Festejo y alegría por un ascenso sin trabas y un aplauso alentador para iniciar la bajada. Eso sí: aquellos escépticos que tildan al volcán de complicado, de difícil acceso y caprichoso, no conocen a las mujeres. La moda de llamarlo "Allá ni llego" por la similitud fonética con su verdadero nombre, es una mentira tan grande que no tiene punto de discusión.





















El descenso fue rápido y divertido: patinando, saltando, esquiando y derrapando en la arena volcánica. Una fugaz sacudida de los zapatos de trekking, llenos de piedritas, desarme del campamento y partida, justo antes del mediodía, hacia nuestra segunda meta del día: el Refugio Rincón de Los Pinos, un paso más hacia el Lolog. Pero esa es otra historia. Por ahora, solo nos despedimos del Lanín y los mágicos colores del Ayen Niyeu.



Si, si...Allá ni llego...