Cuando el valle se hace extenso, franco y claro, metros abajo, sobre el lecho del río rocoso, infinitos arbustos pinchosos y secos, y de un color verde intenso, del tamaño de un gurrumino, se enredan poco a poco en la planicie terrenal descolocada, abierta entre montañas. Después, solamente el sonido de la vertiente de agua descansada y lechosa del deshielo, espumante y movediza como una serpiente, que choca contra las rocas pesadas y lisas que sobresalen del arroyo ancho, y siguen su curso hacia abajo, y entonces se pierden entre cohiues. En el desfiladero, reliquias de derrumbes y avalanchas, árboles inclinados y lengas achaparradas, y también un sendero antiguo cubierto por aquellas lengas entrelazadas, y ramas, y piedras. Seguramente el vestigio del pasaje humano, remoto en el tiempo. Y el clima. Siempre el clima.

Sobre la cumbre casi pelada, de pura roca y poca nieve, sobrevuelan bichos con alas que se hacen llamar jotes y cóndores. Ambos acechan bajo la agonía solar, pero no se encuentran, allá alto en el viento. Jotes por una carroña; cóndores por otra. Quien pudiera tener su visión, su panorama de lo infinito, su planeo, su acrobacia de cuento. Gran buitre, dominador de los aires, rapaz que arranca el corazón de animales muertos, el mayor de los respetos.
El anochecer ofrece colores fríos y la helada desciende cómoda, espontánea. El rocío húmedo y relente propone la quietud, sobre musgos y otras plantas. Parece entonces un cuadro pintado en la serenidad más austral, con tonalidades de azul oscuro y manchas de azabache, como un paisaje en el cual se descubre un cielo lóbrego, cubierto de puntos luminosos, y una luna brillante, que resplandece la punta de los cerros y los lagos escondidos, aquellos donde monstruos marinos de la prehistoria olvidada, tal vez, asomen su aleta dorsal curvada y luego se escondan, dejando una ola y un remolino.
El amanecer responde con creces el pedido de la naturaleza: reluce cuanto ser biótico se atraviesa en su recorrido invencible, y sosiega al resto. Temprano, el arriero atraviesa un arroyo bajo, pedregoso. Y chapotean los herrajes del caballo sobre el lecho. Y las alforjas repletas. Y detrás, la manada salvaje de potros, éstos sin monturas, cerriles, al galope y al relinche, atraviesan también el vado, seguidos por el charro joven, fusta en mano, desbravando la tropilla. Y siguen el viejo camino de carretas, en ascenso, dejando rastros a su paso; y sus flancos se notan fibrosos, anquirredondos. No muy lejos, la pampa de mallín, un verde claro tierno, se desenvuelve insólita entre árboles dispersos y altos, y la poca sombra lo vuelve caluroso al mediodía. Al paso, un cañaveral cerrado y denso, devuelve las gentilezas de la sabana abierta.
La caballada se detiene finalmente en aquella extensión, en una amplia majada circular de piedras encimadas y enormes, junto a una pequeña choza de madera y un aljibe desmantelado, provisto de una cubeta artesanal de listón corrompido. Todo lo que queda de aquello es simplemente su forma, pues el tiempo ha dejado que el adorno perdure deshecho y arruinado, más no su oficio. Su alrededor figura plano y sencillo. No obstante, las huellas de aquellos equinos dejan un hueco en la tierra mojada, donde allí mismo se junta el agua de un color marrón. Es un espacio donde el viento corre libre, porque es un lugar abierto, una tregua entre montañas, con un cielo que es igual en todos sus rincones, salvo que las nubes desfilan veloces.
Parecen entrometerse, al atardecer, nubes de color plomo, densas, aguadas. La brisa es calma, calma chicha, y el aguacero, inminente. El cielo se cubre y el sol deja entrever sus rayos apenas, entre nubarrones plateados y negros, entre luces relampagueantes y rayos tímidos, aún en el horizonte amenazador. Y entonces, gotas del tamaño de un hongo, gotas de lluvia, caen dispersas y frías en el bosque, y acarician la copa de los árboles; gotas intensas y aglomeradas mojan las piedras de las cumbres, y se escurren entre ellas, formando minúsculas grietas que descienden hasta desaparecer; gotas, que ya no son solamente gotas, penetran en los lagos esmerilados, azules y verdes, y se quedan allí, deseosas de espacio; gotas, que ahora pertenecen al chubasco limpio, a la cortina de agua sobresaliente y pareja, llegan lineales al suelo, donde después serán charcos, y al cabo de un rato, yuyos y plántulas, líquenes y moho, cardenillos. Cuando todo se apacigua, hay un aroma nuevo, a vida. Y rápidamente los nimbos se abren y fluyen ligeros en dirección del viento, dejando claro el cielo celeste.
Entonces, el sol parece la bola de fuego que es, con su amplificación simbólica y su calor radiante, mortal. La humedad del suelo se eleva como vapor, y el agua de las ciénagas y barriales se hace añicos. El día se transforma y las lluvias se van al oeste, hacia las altas cumbres, donde la negrura queda al descubierto, y la altura se mimetiza con la luz de la tormenta. El ciclo continúa su rumbo como una rueda que gira al compás de las horas, y el día se acaba inmerso en su productividad, con su biología ferviente haciendo lo que debe y más quiere: crecer.
Desde un vasto sector de bosques quemados, por lenguas de fuego irresponsables que ni el tiempo podrá sanar, se desvanecen los tonos plateados desde las raíces hasta la punta de las ramas peladas, secas y quebradizas. Negro, gris y plateado, delante de los tonos cristalinos del lago, el cielo en su esplendor, y algunos verdes y marrones de la tierra blanda, son parte del paisaje bífido, en donde el microclima de la zona arrasada por el incendio genera tristeza, un sentimiento atípico en plena maravilla. Y entonces, un colibrí repleto de colores vivos, con sus alas movedizas, se acerca osado al único brote de flor en mucho tiempo, inconmensurable: la campana femenina, colgante y sensata de la fucsia, de color rosa intenso, y rojo, con una gota de agua en su tallo, cayendo por mera gravedad, se desploma alegre e insuperable, sublime, para cargar de magnitud la vida y aportarle calidez a un salvajismo irreparable. Y entonces roza su estambre, y la deja versátil, desequilibrada; y luego se va, dejando caer el agua de la intensa lluvia. Y el colibrí pierde su tesoro en el camino, y éste cae flameando al suelo, ese que alguna vez fue fértil. Y entonces el cielo se vuelve a cubrir tercamente de nimbos y la lluvia que se había ido cae caprichosamente. Y es allí donde renace la vida.
Más allá, el acantilado sobresale por su verticalidad y su verde oscuro...
(Del ascenso al Cerro Granítico, Area Mascardi, Bariloche 2005)