lunes, 27 de abril de 2009

Refugio Otto Meiling: imperdible


Una cortina de niebla descansaba mansa sobre el Lago Mascardi y otra cubría el cuarto superior del Cerro Diego Flores de León. El sol todavía estaba lejos. Y el frío se sentía muy cerca. Desayuno cuantioso y partida hacia la aventura. El sendero que sale hacia el Refugio Otto Meiling, en el Cerro Tronador, Bariloche, tiene un tramo que antiguamente era un camino de autos. Partimos a las 9 en punto desde Pampa Linda. Tras cruzar el vado del Río Castaño Overa, que nace en el glaciar, el camino comienza a subir estrepitosamente: es una picada que tiene sus dificultades en algunas zonas, con subidas empinadas en forma de caracol, donde el aliento falta y los pasos son definitivamente cortos. De fondo, un bosque de coihues y lengas milenario, cuyos ejemplares han alcanzado importantes tamaños. Luego, el caracol se hace más sinuoso y la subida es larga, hasta que el camino se acomoda y prácticamente el glaciar Castaño Overa queda a la izquierda y enfrente. Luego de la subida en caracol, sobre el filo, hay un pequeño bosque de lengas repleto de barba de viejo (una planta parásita que se adhiere a los árboles), por eso a esta zona la llaman “la almohadilla”. A partir de aquí hay que atravesar una zona a pleno sol, ya que el bosque abruptamente se termina, y los arbustillos son bajos. Es una zona a 1700 msnm que la llaman “el descanso del Potro”. También era éste un antiguo camino vehicular. El tramo final del ascenso es en una picada puramente de roca volcánica con un filo a ambos lados, con una vista amplia de todo el valle y el glaciar Castaño Overa escoltando el trekking a nuestra izquierda. Parece mentira que nuestros ojos estén a la altura del cordón montañoso de la cordillera que teníamos alrededor, o al menos eso parecía. A medida que nos acercámos al refugio, el glaciar nos brindaba su espectáculo aparte: el eco del trueno por la caida de irregulares pedazos de hielo que se desprendían de su pared frontal, donde también se divisan pequeños hilos de agua cayendo al vacío. Por momentos era difícil no detenerse a observar semejante paisaje durante algunos minutos. No importaba demasiado el tiempo, sabíamos que estábamos cerca del refugio, se sentía. Los manchones de nieve lo detalaban.


El sendero en la parte final se mezcla con la nieve y pequeños arroyitos de agua escurridizos. A las 13.55 el refugio se apareció ante nosotros, iluminado por los rayos del sol y el reflejo blanquecino de la nieve. A la izquierda, el glaciar Castaño Overa. A la derecha, el glaciar Alerce. Más allá del refugio, la ladera del Tronador completamente nevada como una pista de esqui y, finalmente, los tres picos que lo acercan al cielo. La felicidad por haber llegado, claro, era inmensa, pero no había palabras para describir la felicidad por encontrarse en un lugar soñado, único, con una vista completa de todo el valle, divisando cerros tan lejanos. También nosotros estábamos cerca del cielo.


Desde Pampa Linda fueron en total 18Km, con un desnivel de 1100 metros. Este refugio de montaña está ubicado a 2000 msnm y pertenece al Club Andino Bariloche. Es de hormigón y madera, aunque también tiene remiendos de chapa en su lado externo, tal vez por alguna tormenta invernal. El refugio por adentro es muy cálido, con cocina y comedor -que tienen vista hacia los picos del Tronador-, baños y una amplia sala para dormir en la planta alta. La primera persona que llegó al pico más alto del cerro fue Hermann Claussen en la noche del 29 de enero de 1934. Pero ¿quién es Otto Meiling?


Es difícil describir quien era Otto Meiling, porque fue muchas cosas. Nació en Alemania el 1 de junio de 1901. Fue gimnasta durante su juventud y tras la Primera Guerra Mundial viajó a Buenos Aires, donde se desempeñó como obrero. El 9 de enero de 1930 llegó a Bariloche: creó la primera agencia de turismo, fue jefe de navegación en la empresa más grande de la ciudad y fundador en 1931 del Club Andino Bariloche junto al Reynaldo Knapp y el médico Juan Javier Neumeyer, de quien aprendió a esquiar y entonces fue luego instructor y fabricante de esquíes. Se convirtió entonces en un aficionado por la montaña. Su anhelo máximo era el Tronador, cuyo ascenso se vio frustrado en varias oportunidades. En su diario escribió: “La falta de éxito es justo lo que a uno no lo deja descansar y estimula a repetir las tentativas hasta llegar a la cumbre anhelada”. Otto Meiling y Hermann Claussen formaron, el 9 de febrero de 1934, la primera misión de rescate en el Tronador, intentando hallar a dos italianos que se habían perdido en la zona tras una tormenta, sin poder encontrarlos. Finalmente, Otto Meiling alcanzó la cima el 3 de enero de 1939 y luego en 60 ocasiones más, la última con ochenta años. El refugio sobre la ladera del Tronador lo construyó en 1950 y veinte años después lo bautizaron con su nombre. Además, realizó el cruce de la cordillera en canoa en agosto de 1956, siguiendo el curso del Río Manso hasta el Pacífico. Falleció en 11 de agosto de 1989. El Cerro Otto no debe su nombre a Meiling, sino a otro alemán: Otto Goedecke, uno de los primeros pobladores que fue fatalmente asesinado por un ladrón de manzanas a fines de 1920.


Por supuesto que la riqueza de la historia que abunda en esta zona es inmensa y cada dato te lleva a otro, y cada nombre te lleva a otro, y cada curiosidad te lleva a otra. Eso da la pauta de la gran cantidad de gente que caminó la cordillera, alcanzó cerros vírgenes y recorrió enormes distancias. Claro que no hay tiempo para conocerlas todas, pero están. Para nosotros lo más importante es saber que aquí habitó un alemán empedernido y trabajador, y que nos ha dejado un legado de historias increíbles para contar. Y el interior del refugio encierra todo ese cuento maravilloso que nunca se va a perder, mientras el hombre continúe caminando y explorando como lo hizo antes.


El atardecer a esa altura se impone por su grandeza: sobre el oeste se esconde el sol, dejando líneas de color rojo y anaranjado sobre las cumbres de la cordillera, fusionándose con el azul del cielo. Un espectáculo digno de ser fotografiado. Más acá, el frío desciende desde lo más alto y comienza su ruta hacia la helada. La noche es fría y muy oscura. Y el amanecer es otro espectáculo: la luz aparece tibia y el sol se refleja sobre los glaciares del cerro Tronador, proponiendo un color miel sobre la roca que parece un cuadro pintado.


Uno de los mejores ascensos para quienes gustan de la aventura. La sensación de tranquilidad, aire puro e inmensidad es un aliciente para la rutina y la vorágine de la ciudad. Imperdible.

miércoles, 22 de abril de 2009

La magia de Los Césares

La llamada Ciudad de Los Césares está enclavada en el Parque Nacional Nahuel Huapi (significa “Isla del Tigre” en mapuche y es área protegida del país desde 1934), en el extremo oeste del Lago Mascardi, en la desembocadura del Río Manso superior y a mil metros del Hotel Tronador, dentro de un bosque de Ñires y rodeado por los Cerros Bonete y Diego Flores de León. Pero como todo lugar soñado y mágico, en una zona donde las estrellas y la brisa fresca reconfortan, hay una leyenda que brinda un perfil milenario y prodigioso. Durante la época de la conquista chilena y argentina reinó una creencia: en algún punto del Cono Sur existía una ciudad que escondía extraordinarios tesoros y se suponía llena de riquezas, principalmente oro y plata. La referencia data del año 1528, cuando Sebastián Caboto –o Gaboto, como también se lo llamó-, explorador, cartógrafo y marino italiano, envió tres expediciones para explorar el territorio de lo que hoy es Argentina. Se especula que uno de los grupos se dirigió hacia el oeste comandado por el capital Francisco César y otros catorce hombres, y que posiblemente hayan llegado a los Andes o las Sierras Cordobesas. Finalmente, César y seis de sus expedicionarios regresaron tres meses más tarde relatando que habían visto una tierra muy rica que tenía ovejas del Perú (llamas) y gran abundancia de joyas y metales preciosos. Fue entonces que a partir del Siglo XVI se comenzó a llamar a esta zona “lo de César”, con un tono sarcástico. Estas historias llegaron a España y otras partes de Europa, y cuando se supuso allí la existencia de una ciudad inca, sus habitantes empezaron a ser llamados Césares. Pero como la ubicación de la “ciudad rica” era inexacta e imprecisa dentro del vasto territorio de Argentina, se enviaron más expediciones con el correr de los años. Los padres jesuitas, Nicolás Mascardi primero y Juán José Guillelmo después, llegaron al sur con el fin de encontrarla, entre otros desafíos. El marino Juan Fernández, también de España, quien con el pretexto de ubicar a los sobrevivientes de una expedición que se había perdido en la zona del Estrecho de Magallanes tiempo atrás, se embarcó alrededor de 1621 en busca de la Ciudad Encantada, sin poder encontrarla. Eso sí: dio con el lago más maravilloso de la zona: el Nahuel Huapi. No es poca cosa, ya que se estima que Fernández haya sido su descubridor. Más adelante en el tiempo, el 22 de enero de 1876, arribó el perito Francisco P. Moreno, quien llegó al Nahuel Huapi desde el atlántico y fue el primer hombre blanco que hizo reflejar la bandera argentina en las aguas de aquel gran espejo.

La planta de campamento que lleva el nombre de Los Césares, fue construida por el Ministerio de Educación en terrenos que Parques Nacionales cedió en la década del cincuenta y que ahora pasó a depender de la Provincia de Río Negro. Es un lugar de ensueño cuando el sol atraviesa nubes color plomo y se muestra timorato a través de las densas gotas de lluvia sobre el cono siempre nevado del Cerro Bonete. O bien cuando un arco iris irrumpe desde la profundidad del Lago Mascardi y se pierde en lo alto del Cerro Cresta de Gallo. Es imposible abstraerse del atractivo que tiene esta zona, sus colores, el aire, la tranquilidad. Es aquí donde cobra vida el verdadero sentido de todos los sentidos del hombre volcados a la inmensidad de la naturaleza sureña. Es aqui donde esa naturaleza brinda reflejos impensados de vida silvestre. Hablan por sí solas las imagenes: huellas de puma en senderos transitados por el hombre; escarbadas salvajes de jabalíes buscando su alimento en pleno bosque; el taladro indiscutible del pajaro carpintero, y la asombrosa aparición de un huemul, el cérvido patagónico en peligro de extinción.
La Patagonia una vez más se abre íntegra, para florecer su máximo esplendor en las cuatro estaciones del año y acaparar la mirada de propios y ajenos.

lunes, 20 de abril de 2009

¿Lobo está?

En un piso de cemento polvoriento, castigado por los 40 grados de temperatura y el sonido incesante de las chicharras, bajo un sol pleno y un clima seco, que resquebraja la tierra y deja una sensación infernal de sed, un grupo de gurrumines de distintas edades juega a "¿Lobo está?" en el patio de una escuela, esperando el sonido alentador de la campana que en un par de minutos los llamará a almorzar. La sombra es escasa, apenas algunos árboles copan la parada y aportan un aliciente necesario. A unos pasos, en la puerta de entrada al aula de 4to grado, los maestros memas (enseñan la lengua nativa) y docentes, de guardapolvo asombrosamente blanco y pulcro, debaten y organizan el festejo de los 25 años de la escuela.

El lobo aún no se encuentra listo, se está lavando los dientes, se está poniendo las botas, está tomando mate cocido, se está bañando en el Río Salado. Cuando luego de un rato el lobo se presta para salir a la caza, los chicos se apresuran para correr al resguardo, y al hacerlo levantan con sus pies descalzos el polvo que cubre la cancha de fútbol, que hoy tiene un solo arco de madera, y que la mitad tiene pasto y la otra no, pero que en invierno es puramente de tierra. Los chicos corren hacia el alambrado perimetral de las escuela y allí se quedan agarrados, firmes, hasta que el peligro pase, hasta que el lobo no los pueda atrapar. Esa es su casa, su salvación. Cuando suena la campana, ha llegado la hora de un nuevo alivio: el almuerzo. La campana debe sonar fuerte, pues todos los chicos de la comunidad, de una punta a la otra del barrio, están esperando ese sonido metálico y chillón. El juego termina, pero la alegría de jugar, más allá de un resultado, permanece y se refleja en sus sonrisas, que tampoco se acaban rápidamente. Su cariño y el reclamo para seguir se hace notar, y ese eco de vocecitas dulces queda flotando, al menos, hasta el próximo juego.

El piso de cemento polvoriento, aquellos gurrumines, los maestros, el almuerzo, la canchita, la campana. Se trata de la Escuela N° 401 del Barrio de Qompi, en la localidad de Pozo del Tigre, Formosa, donde subsiste una Comunidad Aborigen Pilagá, una de las tantas que aún habitan en el norte del país. Son tres las etnias que se ubican aún en la Provincia de Formosa: Pilagá, Wichí y Toba. Los Wichí también se extienden hacia el noroeste de Chaco y el noreste de Salta. Los Toba se encuentran tambien en gran parte del Chaco y se entremezclan con los Mocoví en algunas zonas de Santa Fe; se han hallado grupos en el norte de Buenos Aires. De las tres etnias de Formosa, los Pilagá representan el menor número de familias y, por lo tanto, un número de población menor. Se asientan en el centro norte de la provincia, ubicados cerca de una fuente de agua como es el Río Salado, un aspecto que caracteriza a los pueblos de toda la zona chaqueña.
El amor y la apertura que esos chicos demuestran es un ejemplo de la lucha diaria por seguir perteneciendo a la cultura, al no aislamiento, a la Argentina. Este viaje que realizamos cada año al centro mismo de la cultura nativa de nuestro país es una manera de intercambio, pero también es un aprendizaje que nunca se acaba. Ellos nos enseñan a cada minuto la alegría de vivir, la magia de pertenecer a una cultura muy propia, muy nacida de adentro. Y también ellos esperan aprender de nosotros. Es increíble la capacidad que tienen para eso, además de poseer una extraordinaria memoria, una creatividad y una imaginación que obviamente es muy lógica: continuamente están en contacto con la naturaleza, con la vida silvestre, con la flora, la fauna, con el aire libre. No tienen otra distracción que no sea armar gomeras, trampas para animales, caminatas al monte, al río, cazar, pescar, jugar, correr, nadar. Y no pierden su esencia. Porque son chicos.

Por supuesto que Formosa es una provincia pluriétnica y pluricultural, y esta gran diversidad la transforma automáticamente en una enorme riqueza. Cada grupo con su cultura le aporta riqueza al entramado de redes sociales de todo el país, pero a veces eso puede ser peligroso: muchos creen que el valor que tiene cada cultura puede o debe ser mejor que el de las demás, y esa grave acusación tiene una consecuencia riesgosa: que las acciones tiendan a cambiar las culturas de otros para que se parezcan a las nuestras. Esa desvalorización lleva al etnocentrismo (el egocentrismo de las culturas). Entonces allí es cuando el lobo somos nosotros.

En la Asamblea Constituyente de 1994, se le ha otorgado un marco normativo nacional a los asuntos indígenas. Al menos, un progreso. El Artículo 75, inciso 17, dice: “Reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos. Garantizar el respeto a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural, reconocer la personería jurídica de sus comunidades, y la posesión y propiedad comunitaria de las tierras que tradicionalmente ocupan, y regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano, ninguna de ellas será enajenable, transmisible ni susceptible de gravámenes o embargos. Asegurar su participación en la gestión referida a sus recursos naturales y a los demás intereses que los afecten. Las provincias pueden ejercer concurrentemente estas atribuciones”. Si este pequeño párrafo tiene alguna incidencia positiva en la actualidad, es algo que aún estamos un poco lejos de saber. Lo que si estamos en condiciones de afirmar, es que el lobo todavía se está poniendo el traje y la corbata. Pero ojo, en cualquier momento puede salir al Congreso a sancionar una ley estúpida...